El control del nuevo espacio público

La pandemia aceleró la transición de actividades cotidianas hacia la virtualidad. ¿Quiénes son los nuevos párticipes necesarios y qué rol cumplirá el Estado en la “nueva normalidad”?
Por Nicolás Luna

El COVID-19 y el aislamiento están transformando la realidad y cada día que pasa esto se hace más palpable, sobre todo en aquellos ámbitos en donde la línea entre lo público y lo privado se vuelve borrosa. Al forzar a la ciudadanía a abandonar el espacio público físico, ésta se ve empujada a la virtualidad: en gran medida, Internet se ha convertido en el único lugar en donde los ciudadanos se encuentran, conversan y contrastan ideas, las videoconferencias se han hecho habituales en todos los hogares y no es extraño observar que la toma de decisiones también ocurra a veces a través de este medio. 

Esto abre una incógnita bastante compleja. En el espacio público tal como se lo entendía hasta hace unos meses no hacían falta mayores interlocutores, dado que las relaciones cara a cara eran encuentros intermediados por sus participantes exclusivamente. Hoy esta nueva esfera pública virtual fuerza la incorporación de un tercer actor a la conversación y a la intimidad. Los servicios de videoconferencia, las redes sociales y los proveedores de Internet se han vuelto partícipes necesarios en el intento de preservar las relaciones interpersonales, al tiempo que generan una dependencia. La condición de excepcionalidad actual no ha permitido, hasta ahora, plantear alternativas. 

Cómo si esto fuese poco, a estos nuevos actores es necesario sumar la vigilancia del Estado. Esta modalidad, bajo el nombre de Ciberpatrullaje, causó revuelo en abril de este año dado que se inició una causa contra un joven de 21 años que en Twitter realizó una sátira sobre la posibilidad de realizar saqueos en el conurbano bonaerense. Aquí entran en juego dos variables: la seguridad en el internet y la privacidad de los individuos. Ciertamente el crimen organizado utiliza las herramientas informáticas para coordinar y dirigir ataques y una política de Ciberpatrullaje para detectar redes de tráfico de pornografía infantil o venta ilegal es positiva. Sin embargo, resulta preocupante cuando el Estado no puede discriminar entre una organización delictiva y un particular que hace un comentario sobre la realidad. 

Esta situación genera incertidumbre sobre la capacidad del Estado de efectivamente perseguir nuevas formas de delito y sobre el interés que tiene el poder público a la hora de usar sus recursos para controlar el humor social. A priori, podría pensarse que quien tiene intenciones reales de realizar un acto criminal no lo publicitaría previamente en redes sociales de forma tan burda, con nombre y apellido, alertando a todas las fuerzas de seguridad, por lo que es inevitable preguntarse el porqué del accionar de estas últimas en el citado caso.

Son incógnitas que hoy están abiertas. Por el momento, existen herramientas que permiten preservar la identidad en Internet y borrar la huella digital y de esta manera resguardarse de aquellas grandes corporaciones que recopilan toda la información que de manera más o menos voluntaria brindan los internautas. Sin embargo, para protegerse de la vigilancia excesiva y perniciosa del Estado aún no se han desarrollado recursos efectivos, por lo que en general se recurre a métodos arcaicos, pero relativamente eficaces como lo son las denuncias públicas y la masificación del reclamo. En este sentido, podría pensarse si internet no resulta de alguna manera un arma de doble filo: a la vez que brinda un foro donde expresarse también obliga a renunciar a la intimidad. Es posible que una solución a mediano plazo sea dotar al Estado de herramientas para un mejor control de la intimidad de los ciudadanos, amparadas bajo el cuerpo legal correspondiente. Esto traería equilibrio a la relación que ya existe entre ciudadanos y grandes empresas. 

Nicolás Luna

Politólogo