Por Facundo Milman
“Se afirma públicamente que ‘el lenguaje’ debe ‘conservar el significado de las palabras’, en suma, que las palabras no tienen más que un sentido: el bueno”.
Roland Barthes
“Usar el poder de elucidación, de análisis, que es el lenguaje (lenguaje que contiene, engramáticamente, la figura misma de nuestro deseo) para desanimarnos de él, para vislumbrar algo más a través de la malla, es una verdadera tarea filosófica”.
Anne Dufourmantelle
Nunca podemos conocer. Es nuestra imposibilidad y nuestra determinación. Vivimos en un mundo ya maldito, un mundo vivo en su imposibilidad. Nosotros, la humanidad, somos dotados de la limitación. El lenguaje divino nos lo demuestra: Dios creó el mundo con la palabra y lo hizo con ella, es decir, actuó con la performatividad del lenguaje. Pero nosotros no, nosotros tenemos a la limitación y no al absoluto -del lenguaje divino-. Dios crea con la palabra, nosotros podemos crear cosas, pero por otros medios. La limitación constituye nuestro ser-en-el-mundo y nuestra posibilidad. Nos limita ciertamente a conocer esa otra realidad del universo que es Dios, pero también habrá que ver el otro lado, esto es, la posibilidad de volver a interpretar. Cada generación de judíos tiene el deber de reinterpretar las Escrituras para adaptarlas a las circunstancias que está viviendo. En el transcurso del tiempo poder leer, tener esa posibilidad, también es una posibilidad judía y del judaísmo. Volver a interpretar, volver a leer.
Quizás esta condición, la condición final de la humanidad y del judaísmo, es lo que nos determina: volver a interpretar. Allí radica nuestra humanidad porque la limitación constituye un plus ultra: ir más allá de la posibilidad desde la propia limitación. Podemos decirlo, ir-más-allá-desde-la-limitación. Reconocerla es mirarnos a nosotros mismos, mirarnos al rostro -en un sentido levinasiano-, y volver a conocernos. La constitución humana y lo que nos arroja a este mundo. La limitación, la gran promesa profana de la humanidad. La limitación como re-conocimiento de la humanidad, del otro y, sobre todo, del prójimo: mirar al rostro de otro es, en gran medida, observar la divinidad en un mundo profano. La limitación es mirar nuestra humanidad. Leernos a nosotros para construir una nueva solidaridad.
Hagamos un poco de historia judía. Gershom Scholem, ese entrañable amigo del filósofo Walter Benjamin, escribió una carta en el año 1926 a Franz Rosenzweig en la cual manifestaba su preocupación por el lenguaje divino: “Creen haber secularizado la lengua hebraica, haberle quitado su punta apocalíptica. Pero, sin dudas, esto no es verdad; la secularización de la lengua no es más que una manera de hablar, una frase hecha”. El problema que declara Scholem es una primera cuestión: creen haberlo secularizado, pero no es así. De hecho, lo que hacen al utilizarlo es evocarlo y volverlo a traer al presente. Scholem escribe: “Pero si transmitimos a nuestros niños la lengua tal como nos ha sido transmitida, si nosotros, generación de transición, resucitamos para ellos el lenguaje de los libros antiguos para que pueda de nuevo revelarles su sentido, ¿no nos arriesgamos a ver un día la fuerza religiosa de este lenguaje volverse violentamente contra quienes la hablan?”. Entonces aquí está la dificultad singular: no podemos seguir hablando este lenguaje porque, cuando creemos haberlo secularizado, realmente lo seguimos hablando sin secularización mediante y sin consciencia del mismo. La consecuencia de la catástrofe. Lo evocamos, lo mencionamos y hablamos sobre él. ¿Qué ocurre si el lenguaje divino, el lenguaje de las Escrituras, se viene contra nosotros, contra nuestros hijos y contra nuestra comunidad? Vamos a tener que buscar otra posibilidad y tendremos que parar esta catástrofe. Las fuerzas mesiánicas y místicas del lenguaje son las fuerzas de la divinidad y Dios cuanto más lejos esté, más fuerza obtiene. El lenguaje divino contiene también el nombre de Dios, el nombre que es imposible conocer porque solo Él lo conoce, y que nos limita a nosotros. Partimos desde allí, desde lo absoluto, lo ilimitado, hasta llegar a donde estamos ahora mismo, en otras palabras, la humanidad.
Esta carta lo dice explícitamente “Esta lengua está preñada de catástrofes porvenir”. La catástrofe está esperando el momento. Cuando estén dadas las condiciones podremos atacar la mundanidad. Pero prosigue encerrando otro sentido verdadero: “El lenguaje es nombre. Es en el nombre que está sepultada la potencia del lenguaje, en él está sellado el abismo que encierra”. Y aquí podemos indagar otros elementos: en la nominación, dar el nombre, está encerrada la potencia del lenguaje. Ya en el ensayo Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los nombres de Walter Benjamin podemos rastrear esta misma esencia. Al nominar estamos realizar una doble acción, en otras palabras, al nominar estamos dando nombre y creando al ser lingüístico y al ser espiritual de las cosas. Cuando damos nombres también estamos haciendo devenir el conocimiento de esa cosa nombrada. Tal vez, y por eso, somos creados a imagen y semejanza divina. Somos creados como un ser que puede dar nombres como Dios. Es nuestra cualidad y nuestra posibilidad, pero también nuestra limitación. La limitación de no conocer a Dios, de no poder verlo y hablar con él cara a cara, nos constituye. La potencia del lenguaje entonces lo que hace es re-conocer a las cosas. Volvemos a conocer a los otros, a esas otras cosas, que no podemos escuchar en el mundo empírico. Dar el nombre también es dar la palabra, sostenerla, y poder escuchar. Dar el nombre y dar la palabra siempre es con efectos, positivos y negativos, en las otras cosas. En definitiva, dar el nombre es el origen de la escucha. Por ejemplo, en el Análisis de la fobia de un niño de cinco años (1909) de Sigmund Freud ubicamos una nominación, ubicamos un conocimiento y ubicamos la capacidad antes mencionada. Por caso nos dice Freud en el historial clínico: “Convine con el padre en que dijera al muchacho que lo del caballo era una tontería y nada más”. La tontería es el nombrar porque la tontería es lo que hacía Herbert Graf de pequeño. Freud nombra un accionar. Freud toma la palabra profana (y la sostiene), Freud hace uso del poder que reside en el lenguaje humano y Freud comprende la herencia divina, esto es, el nombramiento.
Entonces la humanidad se cierne en la mención constante de traer el lenguaje divino al presente y que él -en alguna posibilidad- nos ataque, hablar otra lengua que tenga relaciones con el hebreo sagrado, como podría ser el yiddish u otro lenguaje que actúe reconociwndo las cosas, al nominarlas, mirándolas, distinguiéndolas y generando otro tipo de vínculo con el lenguaje: el lenguaje humano. El lenguaje humano reconoce las cosas, las nombra, las oye y las mira con dignidad, observa al rostro de los otros, los ve con la nueva solidaridad. El lenguaje humano reconoce la limitación de la humanidad. El lenguaje humano advierte lo inefable. Lo que no podemos explicar con palabras de este lenguaje, lo inexplicable de la realidad o, más aún, de lo real del mundo humano y la capacidad limitada que tenemos como seres humanos que habitan este mundo. Así el lenguaje humano inaugura una nueva etapa: la etapa de la autoconsciencia del lenguaje y el lenguaje humano actuando como una mediación, un punto de quiebre, entre lo alto y lo bajo; lo divino y lo mundano; el lenguaje divino y el lenguaje profano. Tal vez y, quizás lo sea, el lenguaje opere como el deseo -en un sentido psicoanalítico-: nunca se agota y nace de una ausencia. Opacidad e infinito se vuelven dos categorías antinómicas. La eternidad y lo neutro se vuelven elementos dialécticos.
Nuestra limitación es la posibilidad de volver a interpretar, estamos condenados a volver a interpretar. El exilio, en gran medida, constituye esta condición. Leemos, releemos y reinterpretamos en el tiempo. Caminamos el tiempo y reinterpretamos el texto infinito. El texto nos lo demanda. Reinterpretar en cada generación, en el tiempo, al texto infinito, forma parte de nuestra tradición. La tradición tiene su lugar ahí: la conexión viva entre el pasado y el presente. Leer en el exilio hace a la tradición judía. Desde los inicios del pueblo judío, pasando por Spinoza y culminando en la actualidad. Ese puente, ese entre y ese intersticio es la tradición. El momento reflexivo y el momento de conversación con los que nos anteceden y Dios. La tradición así formulada es lugar de intercambio entre el hombre y Dios, entre el hombre y la tierra, entre el hombre y los seres vivos. La antesala de los nuevos textos son los textos pasados y la conexión, lo vivo, con el presente es la tradición. Ese es el momento. La narración (bíblica) se origina en volver a narrar, en volver a interpretar, el texto -y pensemos a la noción de texto en un sentido barthesiano-. Ricardo Piglia, autor de Respiración artificial (1980), escribió: “La narración razona con ejemplos –argumenta con argumentos– y siempre se la puede traducir, es decir, volver a narrar, en otro tono, con otro lenguaje”. Siempre se puede volver a narrar con torsiones varias ya sean otros lenguajes, otros tonos u otros modos. Así la tradición judía se inaugura como una narrativa, pero, sobre todo, como una literatura, anticipándose a la realidad.
La tradición judía se anticipa a la realidad misma, la tradición es reinterpretación de lo real. El pensador y filósofo Stéphane Mosès escribe: “Entonces, lo que la interpretación renueva no es de ningún modo el sentido del texto, ya que este está fijado por la tradición, sino su forma, su lenguaje”. El sentido ya está dado por otros textos (y corpus textuales). Lo que se modifica y cambia es la forma de leerlos, cambia el modo y cambian los lenguajes que subyacen en ellos. Entonces la interpretación y la reinterpretación empiezan a mutar: si cambia su modo de leer, entonces también cambia su contenido. Nunca se lee lo mismo, se leen otros pliegues, otras torsiones y otras cosas en su sentido. Así la tradición, las Escrituras y, por ende, lo revelado de Dios, de los intermediarios y del lenguaje divino que se empieza a leer de otro modo. Varía su forma. Y, como sabemos mediante la literatura, la forma determina el contenido.
La solidaridad, el reconocimiento y la nominación de los otros se vuelve una esencia para este judaísmo matizado por la mediación de la tradición. Volver a mirar al otro, volver a leer y volver a interpretar. Podemos proponer una hipótesis: la repetición que hace la diferencia es una repetición judía. Repetir para hacer emerger nuevos modos, repetir para que aparezcan nuevas formas. El principio del judaísmo se torna en un triple principio: falta, repetición y limitación. Falta por el cumplimiento de un deseo: alcanzar al lenguaje divino, es decir, una tarea fallida desde el inicio; repetición de los nuevos modos: releer, reinterpretar y volver a mirar al otro para re-conocerlo en tanto su otredad; limitación de nuestra humanidad: nuestra limitación por el arraigo al suelo, nuestra limitación al no poder ascender a los cielos como los ángeles y nuestra limitación por estar aquí.
Vagamos en el mundo. Erramos dentro el mundo. Relatamos, leemos y reinterpretamos nuestra historia, la historia del pueblo judío, hasta un momento: la llegada del Mesías. Hasta allí, en esta escatología, encontramos más de lo humano: la tierra, el movimiento y la Historia.
La tierra nos determina, nos limita y nos maldice. Estamos en una alianza de no-agresión momentáneamente, pero ella nos habla, por eso es necesario escucharla. Franz Rosenzweig escribe: “Pues la tierra nutre, pero también ata; y cuando un pueblo ama al suelo de la patria más que la propia vida, se cierne de continuo sobre él el peligro de que (…), lo más amado, y la propia vida del pueblo sea derramada sobre su superficie”. Franz Rosenzweig lo advierte: la tierra nutre nuestras vidas, pero también las ata a un lugar y el suelo, la tierra, está maldito. De él nos nutrimos y obtenemos alimentos, aunque de él venimos y a él vamos. Pero ocurre un pequeño detalle: el pueblo judío es diáspora. El pueblo judío es movimiento. No se puede atacar a un lugar. Por eso debemos reconocer, por eso debemos mirar al otro y por eso debemos volver a interpretar. Para no detenernos, para no fijarnos y para mantenernos en constante movimiento. Así se formula la vida del pueblo judío. El Mesías y su llegada establece una ruptura: una ruptura de la historia del pueblo judío errando en el desierto de la humanidad, en el desierto del mundo y en el desierto del tiempo. El Mesías viene a romper con el concepto de la Historia ya que inaugura un nuevo período. El Mesías inaugura no sólo romper con la Historia, sino también el puro-presente: el Mesías inaugura la eternidad y la disolución del pasado, el presente y el futuro.
Así el pueblo judío espera, espera y espera. El pueblo judío debe constituir una nueva ética sobre la humanidad. Una definición de política propia, “una humanidad sin mejoras”, como ha escrito Walter Benjamin, una nueva forma de vivir la vida humana, limitada e intrascendental. Solo así se podrá vivir: mirándonos al rostro, reconociéndonos y viviendo entre las diferencias. Las diferencias de la otredad.
Facundo Milman
Estudiante de Letras (UBA). Integrante de la Cátedra Libre de Estudios Judíos: Moses Mendelssohn (UBA). Lector compulsivo de Walter Benjamin y Gershom Scholem.